Hoy es 5 de noviembre. Esta es la historia de mi vida. La historia de una chica que se levanta, se caliente una taza de café y pinta. La historia de una chica que desde niña siempre tenía las manos manchadas de pintura. La historia de una semilla, de un sueño, de una promesa, que quizás, un día, tras mucho regar, crezca y sea mucho más que una simple habichuela.
Amamos descubrir calles, avenidas, rincones. Las observamos, nuestra mirada desnuda sus grandes fachadas y al momento, nos pica la curiosidad de colarnos dentro. Pero no creamos que solo somos nosotros, los afortunados que las vemos. A través de sus alargados y opacos ventanales, los edificios nos observan. Murmuran acerca de nosotros, curiosean, charlotean, pero muy bajito, para que sigamos pensando que son solo piedra.
Texturas de la biblioteca. La biblioteca. El lugar de los libros. Pensamos que somos nosotros los que consultamos, palpamos y arrugamos las páginas vírgenes de los libros. Pero, ¿y si fueran ellos los que consultan, palpan y arrugan nuestros dedos? ¿Los que nos observan callados hasta el siguiente dueño? Cada vez que roces la moqueta, el cemento, la puerta, ellos te están sintiendo. No te engañes, tú no lees libros, ellos te leen a ti.
El museo de la Universidad de Navarra es una obra de arte dentro de una obra de arte. Puede parecernos una coqueta matrioshka rusa y estaremos en lo cierto. El arquitecto del edificio, Rafael Moneo, quiso que el propio museo (su construcción) también fuera una obra de arte. Una idea muy interesante ya que normalmente el museo se concibe como un edificio vulgar que alberga multitud de obras de artes, pero que carece de protagonismo en sí mismo. Es, dicho fácilmente, un personaje secundario. Pero, Moneo se preguntó, ¿y por qué? Y al responder erigió una obra de arte, que a su vez cobijaría más obras de arte. Una auténtica matrioshka artística. Porque todo, en este museo; techos, asientos y claraboyas, es arte.
Parece mentira, lo que nos cambió la vida,
centímetro arriba, centímetro abajo.
Lo que mutaron nuestros cuerpos,
centímetro arriba, centímetro abajo.
Todas esas vistas que ya se marcharon,
centímetro arriba, centímetro abajo.
Los olores que en un pasado inspiramos,
centímetro arriba, centímetro abajo.
Las luces que algún día brillaron,
centímetro arriba, centímetro abajo.
Los cuerpos en los que ya no habitamos,
centímetro arriba, centímetro abajo
Nos acercábamos,
nos alejábamos,
solo un centímetro arriba,
solo un centímetro abajo.
Secuencia: Vela.
El pasado sábado hice una serie de fotografías, todas a una misma vela. El raspar del mechero, el prender del cabo, el chisporrotear de la llama, el tintinear del fuego y el jugar del humo. Esta es la vida de una vela. Sencilla, pero no por ello menos hermosa. Este momento me recordó a un poema de Constantino Kavafis:
Velas
Los días del futuro se alzan ante nosotros
como una hilera de velas encendidas-
doradas, vivaces, cálidas velas.
Los días del pasado quedaron tan atrás,
fúnebre hilera consumida
donde las más cercanas aún humean,
velas frías, torcidas y deshechas.
No quiero verlas; su aspecto me aflige,
me aflige recordar su luz primera.
Miro ante mí las velas encendidas.
No quiero volverme, y estremecerme al contemplar
qué rápidamente se alarga la hilera sombría,
qué rápidamente crece con sus velas ya consumidas.
Constantino Kavafis, de Poesías completas, Hiperión, 1997
¿Puede tocarse la luz?
Muchos dirán que no, pero es falso.
Sí, la luz se toca.
Cuando una niña mira por la ventana, y sus cabellos se tiñen rubios,
sí, la luz se toca.
Cuando las fachadas apretujadas de los edificios se levantan y se acuestan cada día,
sí, la luz se toca.
Cuando el tragaluz deja de enmarcar la claridad del día,
sí, la luz se toca.
Cuando la oscuridad roba el último haz del día,
sí, la luz se toca.
Cuando el cáliz dorado exhala su último brillo,
sí, la luz se toca.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggVhD9o5GnHh-K-jls4YI85UzZvx0Hp0ylxL-_tavpnxBgQVf6Q9knkGZ2CfI-_xaPzHdSQyajBqgFxJcuio7bevBMrJn9rv0oWi1TmF5UK1J7vexqPnp2IqdC9G3o9SgJo5GpAr_Pt78/s320/firma.png)
Siempre he creído que las ciudades no son calles, ni carreteras, ni aceras. Que cuando un extraño te para y te pregunta por una dirección, no puedes decirle que siga todo recto y que luego gire a la derecha. Porque cuando respondes así a un desconocido, le estás privando de su derecho. Su derecho a perderse, a desorientarse, a descubrir nuevos caminos. Su derecho a fijarse en detalles que probablemente de otro modo no percibiría.
Si respondes "gire a la izquierda, continúe todo recto hasta llegar a una gran plaza. Crúcela y siga caminando hasta ver el parque" le habrás estropeado el paseo. ¿Por qué? Porque uno no puede recorrer caminos por otro, porque uno no puede masticar comida por otro, porque uno no puede vivir por otro. Con tu explicación de "cómo llegar a " le has trazado una línea imaginaria, le has activado un piloto automático que provocará que no se fije en los detalles y que sus pupilas no estén tan abiertas. Tú ya has recorrido el camino por él. Entonces, ¿y si alguien te pregunta por una dirección en medio de la calle? ¿Qué deberás hacer? Aunque suene anticultural, no le respondas cómo ir. Puedes acompañarle, pero nunca destriparle el camino. Si tiene prisa, trata de calmarlo. Incúlcale que se fije en los detalles, en las personas y animales y en la atmósfera que rodea el camino. Y si está sudado, persistiendo nervioso por su dirección, solo guía a su vista. Dile, "cruce por debajo de las hojas amarillas, naranjas y verdes de los árboles del parque Yamaguchi (foto 1), contemple el cielo hasta que sus ojos se tropiecen con el planetario (foto 2), bordee las vallas blancas enredadas del lago y, mire por en medio de ellas, hasta alinear su vista con los patos (foto 3 y 4). Continúe recto hasta que se eleve un gran puente coronado por árboles (foto 5), atraviéselo y siga su paseo por el camino de olivos (foto 6)."
Así no le estarás privando de su derecho. Su derecho a perderse.